En un texto titulado “Por el honor de México”, el historiador José Manuel Villalpando, presenta un relato de los estudios realizados de los hechos ocurridos los días 12 y 13 de septiembre de 1847 durante la Guerra Mexicana-Estadounidense en la que participaron 46 cadetes. De los cadetes muertos, cinco eran cadetes estudiantes y un cadete recién graduado del Colegio Militar. De este grupo, la historia oficial posterior (con mayor notoriedad en 1947) deformó en distintas etapas con fines nacionalistas los hechos, para destacar a sólo estos cinco estudiantes y al recién graduado del Colegio Militar. Esta es la historia no contada…
¿De veras existieron los Niños Héroes?, ¿no estaban arrestados por borrachos?, ¿es cierto que alguno se arrojó al vacío envuelto en la bandera nacional? En los días patrios, resurgen inquietantes preguntas sobre éste y otros tópicos que demuestran hasta qué grado hizo daño la desacreditada historia oficial.
El tema de los Niños Héroes, convertido en un mito sagrado del santoral cívico, se ha manipulado hasta alcanzar el efecto contrario al que buscan sus patrocinadores: en lugar de que los mexicanos nos sintamos conmovidos y dispuestos a seguir el ejemplo de los Niños Héroes, más bien nos cuestionamos su existencia, dudamos de la veracidad de los relatos y hasta nos permitimos aventurar teorías que denigran su memoria.
La culpa de estas inquietudes —blasfemias sacrílegas para los cultivadores de la historia de bronce— es indudablemente de quienes han usado y abusado de este suceso histórico para tratar de convertirlo en una hazaña sin par, inmaculada, sagrada y provista de todas las virtudes y méritos de una mexicanidad mal entendida.
Basta con escuchar los anuncios oficiales que nos llaman a recordar la gesta del 13 de septiembre y las representaciones que de ella se hacen para, con un poco de malicia histórica, descubrir que siguen intentando convencernos de algo que no existió; ocultan, en cambio, el verdadero acto heroico tan sencillo y humanamente entendible; prefieren agregarle imaginación épica para engrandecerlo y agigantarlo, porque les parece muy poca cosa la muerte de unos cuantos muchachos que defendían su Colegio, allá en Chapultepec.
En primer lugar, debo afirmar que los Niños Héroes sí existieron. No cabe duda alguna de ello y su existencia real como personas y como alumnos del Colegio Militar está perfectamente bien demostrada. Los seis nombres que todos recordamos existieron en realidad, y los seis perdieron la vida en la batalla del 13 de septiembre de 1847.
En segundo término, también hay que aclarar que ni estaban arrestados, ni estaban borrachos; pero tampoco, como pretenden las narraciones oficiales, ofrendaron su vida con valor en aras de la patria mancillada por las balas del invasor.
La verdad es que la muerte los encontró cuando combatían y, como todo militar en combate, trataban de salvarse en la refriega, de no morir. Por cierto, en los testimonios que existen de la época, nadie habla de que estuvieran dispuestos a morir, sino sólo de que peleaban por su colegio.
En realidad, ése fue el verdadero acto heroico: una cincuentena de jóvenes decidió quedarse a la batalla, a pesar de que se les ordenó retirarse del Castillo de Chapultepec. Todos fueron héroes, pero algunos perdieron la vida al cumplir la palabra empeñada colectivamente.
¿Cómo murieron los Niños Héroes? He aquí la circunstancia de cada uno: Juan de la Barrera, que ya no era cadete sino oficial de ingenieros, cayó acribillado mientras defendía una trinchera. Vicente Suárez fue el único que enfrentó cara a cara a los estadounidenses y murió sosteniendo su posición de centinela, después de marcarles el alto y disparar contra ellos. Agustín Melgar estaba parapetado tras unos colchones desde los que hacía fuego contra el enemigo; lo hirieron gravemente y murió días después, víctima de la mala atención médica. Fernando Montes de Oca y Francisco Márquez fueron literalmente cazados a tiros cuando, junto con la gran mayoría de los cadetes, trataban de escapar del castillo y se descolgaban por una de las paredes.
Por último, Juan Escutia no era alumno del Colegio sino que se unió a los defensores. Sostengo que se trataba de un soldado del Batallón de San Blas que, sobreviviente de la matanza de que fue víctima esa unidad en las faldas del Cerro del Chapulín, se refugió en el castillo y trató de escapar con los muchachos, falleciendo al ser alcanzado por la metralla invasora mientras descendía por la pared de la fortaleza. Por esa razón, al pie del cerro se encontraron los cadáveres de Márquez, Montes de Oca y Escutia.
¿Se arrojó Juan Escutia con la bandera como dice la leyenda? Por supuesto que no, por la sencilla razón de que el Colegio Militar no tenía bandera propia y la que estaba en el castillo, y que aparece en las imágenes de la batalla, fue arriada por los soldados estadounidenses, quienes la llevaron a su país como trofeo de guerra y la devolvieron apenas hace algunos años.
Además, cuando se recogieron los cadáveres de quienes había muerto en la batalla, nadie dijo nada de un chico que estuviese arropado en una bandera. Por otra parte, pretender salvar la enseña patria aventándose al vacío es una tontería: de todos modos los invasores la tomarían al recogerla de los restos mortales del suicida.
Digamos otra cosa más: hay que visitar el castillo para comprobar que el asta bandera donde ese día ondeaba el estandarte nacional está en el centro del edificio y sobre el patio de honor. Aunque Escutia hubiese corrido por toda la azotea para tratar de tomar vuelo y saltar hasta el cerro, no lo hubiera logrado y necesariamente se estrellaría en los patios del castillo.
¿Los Niños Héroes eran verdaderamente niños? Claro que no. El mayor de todos, Juan Escutia, tenía ya 20 años y medio; Juan de la Barrera, 19 años con 3 meses; Agustín Melgar estaba a punto de cumplir los 18; Fernando Montes de Oca alcanzó los 18 años con 4 meses; Vicente Suárez tenía 14 años con 5 meses, y el más chico, Francisco Márquez poco menos de 14. En realidad, en términos de madurez, y sobre todo en esa época en la cual la expectativa de vida era mucho menor que la actual, ninguno de ellos puede ser clasificado como “niño”, pues un par de ellos estaban ya en la adolescencia y los otros cuatro en la juventud, aunque quizá los que rodeaban la veintena andaban ya en la madurez y podían hasta contraer matrimonio, porque ésa era la edad promedio para casarse en aquellos tiempos.
¿Son auténticos los restos de los Niños Héroes que por decreto oficial se veneran en el monumento de Chapultepec? Ésta es quizá una de las mayores y más groseras falsificaciones de nuestra historia. Los dictámenes en los que se fundamenta el decreto que reconoce su autenticidad fueron deliberadamente manipulados, o más bien, fueron manipulados los restos óseos de los Niños Héroes para que aparecieran conforme a las leyendas: se dijo que se encontraron seis osamentas, una perteneciente a un adulto mayor de 18 años y las otras cinco, a niños menores de 14; de inmediato, los “historiadores” que avalaron con su firma el dictamen identificaron los huesos adultos con los de Juan de la Barrera y los otros, con los de los cinco cadetes, pensando que en efecto serían niños.
Pero cometieron un pecado gravísimo e imperdonable para un historiador que se precie de serlo, pues no revisaron un documento fundamental: la fe de bautismo de cada uno de ellos. Alguien sembró los restos a propósito, cuidando que coincidieran con la creencia de la infantilidad de los cadetes y sin tomar en cuenta la verdadera edad de cada uno; y alguien más se atrevió a falsear la verdad histórica para satisfacer las ansias de contar con un mito heroico.
Porque hablando claramente, los llamados Niños Héroes, es decir, los alumnos del Colegio Militar, sí fueron héroes en el sentido pleno de la palabra al dar una muestra de valentía, de honor y de decoro que, en efecto, debe ser ejemplo para la juventud: prefirieron sacrificar la comodidad, la seguridad, la tranquilidad, la esperanza de una vida anodina, con tal de cumplir con su deber y quedarse a enfrentar al invasor para defender su colegio. Si en la refriega algunos murieron, ése fue el precio que pagaron por mantenerse dignos y demostrarle al resto del ejército, y sobre todo a los oficiales y generales, cómo se cumple con el deber.
Debo reiterarlo: fueron héroes no por haber muerto, sino porque ellos, junto con medio centenar más de cadetes, resolvieron combatir aun a costa de su vida. Por eso, a los sobrevivientes también debemos concederles los laureles de la heroicidad y no sólo a aquellos que les tocó en suerte morir.
En realidad, todos merecen el recuerdo agradecido de la patria y de los mexicanos. No se necesita falsear la historia para ello ni tampoco inventar hazañas inexistentes. Es suficiente con lo que verdaderamente hicieron.